Viajar en familia es una aventura maravillosa… hasta que no lo es. Porque por mucho que planees con cariño el itinerario, el alojamiento o las comidas, hay cosas que se tuercen: un restaurante cerrado, un museo que no abre los lunes, lluvia cuando tocaba senderismo, o ese momento glorioso en el que uno de tus hijos dice: «¿Para esto hemos venido hasta aquí?».
Me ha pasado. Y más de una vez.
Hoy quiero compartir contigo algunas de las frustraciones más comunes que hemos vivido viajando con adolescentes, y sobre todo, cómo hemos aprendido a gestionarlas sobre la marcha, sin (casi) perder la paciencia. Si alguna vez has sentido que tu viaje perfecto se desinfla por un detalle inesperado… este post es para ti.
1. El sitio está cerrado / no hay mesa / está hasta arriba
Un clásico. Tienes apuntado ese restaurante tan recomendado, has hecho el esfuerzo de convencer a todos… y cuando llegas: cerrado. O sin mesas. O directamente con una cola de una hora.
Esto nos pasó hace poco en Escocia, buscando fish and chips en un pueblo costero. Ya eran más de las dos, teníamos hambre y las opciones empezaban a escasear. En casa eso habría sido un pequeño drama. Pero ese día, decidimos convertirlo en un juego: buscar un plan B lo más original posible. Inlcuso nos dividimos en dos parejas. Terminamos comiendo en un pub local, rodeados de parroquianos y probando platos que no estaban en ningún blog. Fue imperfecto, y por eso mismo, memorable.
¿Qué aprendí?
- Siempre guardo dos o tres opciones en Google Maps por si toca improvisar.
- Ya no vendo los planes como «lo mejor del viaje», solo como «una idea que puede molar».
- Si algo falla, lo cuento como parte de la aventura. Porque lo es.

2. El plan no entusiasma (o directamente aburre)
Sí, a veces las visitas culturales o las caminatas no generan el entusiasmo que uno imaginaba. El ejemplo más claro: una excursión preciosa a un monasterio en lo alto de una montaña… que se convirtió en una sucesión de suspiros, quejas y «¿cuánto falta?».
¿Qué hacemos ahora?
- Antes del viaje, cada uno elige un plan que le apetezca y todos nos comprometemos a hacerlo sin protestar. Funciona bastante bien.
- Intento mezclar intereses: por ejemplo, si visitamos un lugar histórico, que tenga cerca una heladería o una tienda que les guste.
- Bajo expectativas. Si no les encanta, al menos que no lo odien. Con eso ya ganamos.

3. El tiempo no acompaña (y no hay plan B)
Hay viajes en los que el clima decide por ti. En Islandia, por ejemplo, teníamos todo preparado para hacer una ruta por una cascada increíble… pero ese día no dejó de llover en ningún momento. Ni modo.
Lo que hicimos: cambiamos el plan por una piscina termal cubierta que habíamos visto en el mapa y terminamos riéndonos todos bajo la lluvia, corriendo hasta el coche en bañador. Aquel día fue un desastre de planificación, pero un éxito de actitud.
Mis trucos:
- Llevar un par de planes «indoor» posibles, por si hay que refugiarse.
- Aceptar que el viaje perfecto no existe. Cuanto antes lo asumas, mejor lo pasarás.
- Hacer humor del caos. Porque cuando todo se descontrola, solo queda reírse.
4. El humor del grupo no está sincronizado
Hay días en que uno se levanta cruzado, otro quiere dormir hasta tarde y tú solo quieres ver ese pueblo tan bonito. El desequilibrio anímico es parte del pack.
¿Qué intento hacer?
- No tomármelo como algo personal. Muchas veces, solo necesitan un rato para arrancar.
- Dejar margen para que cada uno tenga su ritmo. No hace falta correr.
- Hacer pausas, tomar un café, escuchar música o simplemente dejar un rato sin hablar.

5. Se discuten entre ellos (o contigo)
Sí, también nos pasa. Y más de una vez. Por el sitio en el coche, por los auriculares, por la cama de arriba. O simplemente porque sí.
¿Cómo lo manejamos?
- Con humor, si se puede. A veces grabamos nuestras pequeñas discusiones (no para redes, solo para nosotros) y las vemos después. Es terapéutico.
- Si veo que la cosa se calienta, intento separar: un paseo, una división del grupo, un rato a solas.
- Hablamos al final del día de qué ha funcionado y qué no. A veces basta con eso para que al día siguiente todo fluya mejor.

¿Y entonces, vale la pena?
Viajar con adolescentes no es una postal de Instagram. Es vida real con mochilas, ojeras, cambios de humor y risas inesperadas. A veces parece que todo se complica… pero al final, siempre terminamos recordando los fallos con más cariño que los aciertos.
La clave está en no aspirar a que todo sea perfecto, sino a vivirlo juntos. Y en reírse. Porque si algo he aprendido viajando en familia es que, cuando aceptas el caos como parte del viaje, todo fluye mucho mejor.
¿Y tú? ¿Qué frustraciones has vivido viajando en familia? Te leo en comentarios. 🙂